LA VIDA REAL

Cuatro emite este viernes en prime time 'Callejeros. Cárcel. La película'

El programa de reportajes de Cuatro logra retratar el día a día de presos y funcionarios en un acceso exclusivo, sin restricciones, inédito en televisión.

Por Redacción El 11 de Noviembre 2010 | 15:19

Cada día 20 personas entran en prisión. Prisiones que se alzan a las afueras de pueblos y ciudades para conseguir que su población sea prácticamente invisible. O no. 230 programas después y tras cuatro años intentando entrar en una cárcel española, 'Callejeros' ha conseguido que las puertas de una prisión se cierren con ellos dentro.

Los reporteros Beatriz Díaz, Juan Antonio C. Arias y José Martínez conviven durante un verano entero, con los presos del Centro Penitenciario de León. Día a día, hora a hora, minuto a minuto junto a los presos, los funcionarios y la dirección del Centro en una pequeña sociedad, en un mundo aislado por los barrotes.

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Dentro de la celda

Las celdas miden apenas 10 metros cuadrados. Pensadas para una persona, la ocupan dos. Aquí se pasan encerrados más de 14 horas de las 24 que tiene un día. "Tener que desnudarse delante de un desconocido, hacerlo todo. Es muy feo". El que habla es un pizzero italiano que espera un anunciado cambio en el Código penitenciario para terminar de cumplir condena en su país. Lo mismo que el 70% de los extranjeros que duermen, viven, comen, se enamoran y hasta llegan a morir, en esta prisión.

José María Benito, Benito para los compañeros de enfermería y para su médico, que para algo en la cárcel uno se presenta por los apellidos, puede que no llegue a ver este reportaje. Tiene VIH porque se enamoró en la cárcel de Cambrians. 37 años. 21 en prisiones. Le quedan tres años de condena y ninguna esperanza de ver la calle. "Cuando robaba me gustaba ese mundo y como era joven y no sabía qué hacer con el dinero, estuve un tiempo metido en las drogas. No le he hecho daño a nadie. Cualquiera que haya hecho algo peor cumple menos condena que un preso común".

"Moviéndose y gesticulando", dice una funcionaria. "En el módulo 10 hay una chica sorda. Hay que entrar a zarandearla porque se quita el aparato para dormir. Entras y la mueves porque no te oye. A veces puede aparecer una muerta". La funcionaria del recuento que nos cuenta coincide en hora con el resto de sus compañeros en los 17 módulos de la cárcel de León. "Vayan saliendo. Recuento" por megafonía y todos a la vez en el patio y en filas de cinco.

"Nos hemos pasado la siesta limpiando el suelo. Coges un cepillo y cuatro tubos de pasta de dientes. Se queda que puedes comer en él. Mira". Es lo que cuenta Jorge Barrantes cuando entramos en su chabolo.

"Si me tomara un café contigo en la calle te contaría mil historias. Mil historias no, mil realidades que pasan aquí todos los días. Esto no es un colegio. Es la cárcel". La invitación es de Santiago Noriega, el que vive en la celda 25 del módulo 1. Este es, según algunos funcionarios, uno de los más peligrosos de la cárcel porque entre sus 140 internos hay terroristas, pederastas, y hasta necrófilos, "esos que se follan a los cadáveres". Pero en el módulo 1 también viven Noriega, el del café. O Barrantes, el de la pasta de dientes. Esos presos comunes de trapicheo y tirón de bolso, de consumo o tráfico de drogas, que constituye hasta el 80 por ciento de la población penitenciaria. Esperaremos a ese café para salir de dudas sobre el precio del coche a base de tarjetas.

"¡Rosario, Rosario! ¡Que se ponga Rosario!". El que grita es un muro de cemento. El que separa el módulo 9 del módulo 10. El único donde hay chicas. El único que ofrece a los presos de al lado verlas tomando el sol en el patio o con un tinte colorado en la cabeza. O escucharlas reír, que aquí eso es todo un lujo. El 10 es el módulo que ofrece enamorarse sin verse. Mustaphá, la voz del fuerte muro de hormigón insiste hasta que Rosario le da una segunda oportunidad. Tendrán que demostrar a los educadores de la cárcel que llevan una relación seria. Cartearse durante 6 meses, aunque sea a base de mandar zapatillas de patio a patio con mensajes de amor. Con suerte les darán un vis a vis y, por primera vez, se podrán tocar. Y casi verse.

A las puertas de la cárcel

La cárcel por dentro... Y por fuera. Callejeros completa la fotografía de la vida carcelaria con una vuelta de tuerca: cómo viven los allegados de los presos en el reportaje A las puertas de la cárcel. Altos muros de hormigón, infinitas torres de vigilancia. Siempre a las afueras y lejos de la vista. Somos el país de la Unión Europea con la mayor población penitenciaria. Y los presos no son los únicos que están cumpliendo condena.

A la entrada del centro penitenciario de Soto del Real, en Madrid, una madre y su hija marchan llorando porque no han podido ver a su preso. Es domingo por la mañana y han conducido siete horas desde Lisboa. Y una confusión de fechas las hace darse la vuelta camino a casa.

El despertador en el mayor complejo penitenciario de Europa bien pudiera ser las gallinas de Andrés. En camiseta y con sombrero de paja, arregla las matas de habas y tomates de su huerto justo frente a la puerta de El Puerto I y El Puerto II, en Cádiz. Le decimos que sus tomates deben ser los más seguros de España y se ríe. Cada fin de semana es testigo de las idas y venidas de autobuses y coches en el parking de la prisión. Donde Carmen asegura que le va a hacer una "juerga flamenca" a su hijo en cuanto salga. Bueno, al que le queda menos, porque el mayor va a tardar un poco más en ver la calle.

La imagen de este centro penitenciario que no lo parece visto desde fuera resulta hasta hermosa con llovizna y el rebaño de ovejas de Ismael que ataca un pasto de color verde eléctrico. "Durante un tiempo me dejaban meter el rebaño en los terrenos de la cárcel para que las ovejas se comieran las malas hierbas pero un día llegó un guardia civil y me dijo que ya no podía entrar. Después me enteré de que él cazaba conejos en un sitio donde estaba prohibido". A este pastor soltero que ya ha pasado los 50 y que no se ha ido nunca de vacaciones le piropean las presas desde las ventanas.

A las puertas de la prisión de Segovia, está muy nerviosa Loli. Por segunda vez en su vida ha viajado en avión a la península desde Tenerife. Hace tres años que no ve a su hijo Javier, once años en prisiones, los tres últimos demasiado lejos de casa. "Yo llegué a hablar con la policía para que se presentaran en casa y lo detuvieran. La situación no se podía aguantar. Mi hijo llegaba a ponerse el despertador a las 6 de la mañana para ir a robar, como si fuera un trabajo". Loli, que no trabaja, no puede pagar un viaje que le cuesta más de 600 euros entre aviones, hoteles y comidas, para apenas dos horas y media de comunicación familiar.