Como ya ocurriera en las dos temporadas anteriores, 'Callejeros' emitirá durante los próximos meses una serie de programas especiales, con mayor duración de los treinta minutos habituales, que destacan por distintos motivos.
El primero de esos especiales, titulado "Palma Palmilla", que se estrena el viernes 26 de octubre a las 22:15h, es un recorrido por el deprimido distrito de la capital malagueña, un conglomerado de razas y culturas donde la miseria y las drogas conviven con un montón de sueños rotos. Un racimo de historias de perdedores, a quienes la vida y las circunstancias han golpeado tantas veces que ya no saben si les duele. Un ejemplo más del espíritu de Callejeros: mostrar la vida tal como es, con sus claroscuros y sus contradicciones, con sus matices y sus miserias. Y es que las tragedias cotidianas no salen en los telediarios, y por eso los espectadores agradecen esta visión directa que propone Callejeros: sin apasionamiento, pero sin mirar hacia otro lado. Y los protagonistas de estas historias se abren de par en par ante la cámara, porque valoran que, por una vez, alguien les preste atención.
"A la entrada a la Palmilla... lo primero que se ve... el 091 y los ladrones a correr..."
Así comienza la letra de una rumba popular que se escucha por las calles del distrito malagueño de Palma-Palmilla. A cinco minutos del centro de la capital de la Costa del Sol, se levantan cientos de bloques de pisos agrupados en barriadas. Payos, gitanos, rumanos y africanos conviven en uno de los últimos guetos que quedan en nuestro país. Castigado por el tráfico de drogas,- "¿que si aquí se vende eso?... mira cómo se me ponen los pelos del brazo", cuenta una vecina al reportero-.
La historia de Palma-Palmilla está escrita por perdedores. Perdedores que apostaron todo por la droga y salieron esquilmados. "Llevo durmiendo aquí desde hace seis años", cuenta Juan, un toxicómano de apenas 40 años, con cinco hijos y varios nietos, que tiene el aspecto de un náufrago de 70. Su "suite" es una camilla repleta de sábanas raídas bajo el soportal de un bloque en ruinas. Todo lo tiene protegido y tapado para que no se lo coman las ratas.
"Vivo de lo que cojo de la basura y de la caridad de los vecinos que a veces me bajan un bocadillo", cuenta Juan. Ha pasado los últimos quince años de su vida fumando "revuelto" de caballo, cocaína y heroína. "Si me dan un plato con un kilo de cocaína y otro con una fabada y un filetito, me tiro de cabeza a por el de la droga", comenta con sinceridad.
Enfrente, parapetada tras un tablón y ante la mirada de la vecina del primero, una mujer se pincha la vena. "Como me grabes te voy a pegar una pedrada que te vas a enterar mamón", amenaza al reportero. Mientras, una pareja busca un taxi para ir "a pillar". Llevan ocho días sin consumir y andan inquietos. Él no puede andar. Está cojo y tiene toda la cara reconstruida con una placa de titanio, incluido el tabique nasal. Se estrelló con su coche cuando iba a comprar droga. Le indemnizaron.
"Me compré otro coche, me fui a Madrid y me gasté 22 millones de pesetas en droga", cuenta. Tiene cuarenta y dos años y un hijo de seis. Su pareja, de mejor aspecto, tiene veintiocho. En su familia eran siete hermanos. Dos murieron por la droga. Otra, "se tiró de un quinto". Los que quedan, están enganchados. Pleno a la muerte. Son algunas de las historias que la cercana cámara de Callejeros muestra en este reportaje.
Tres africanos se pegan puñetazos en la calle, ante la impasible mirada de ancianos, mujeres y niños, sentados en sillas de plástico. En muchos de los bloques de la Palmilla no hay buzones. Las cartas hacen equilibrio entre una tubería a la vista y un cable de electricidad pelado. "Mira, mira, tiene hasta radio". Juan Miguel es peón de albañil, y uno de los privilegiados del barrio. Compró su casa, de ochenta y seis metros cuadrados, por cuatro millones de pesetas. Y le ha puesto una bañera de hidromasaje para escuchar flamenco mientras se relaja, si es que puede o le dejan sus vecinos. Porque hablar de silencio es hacerlo de una utopía. En un bloque, una mujer esquizofrénica monta en cólera cuando las vecinas gitanas le hacen rabiar. Sus gritos rompen la barrera del sonido.
Peor suerte que Juan Miguel, tiene el chatarrero de la zona, que cada día saca los kilos de hierro de su coche para dormir sobre los asientos tumbados. "No, mi mujer no duerme aquí", ella tiene el privilegio de dormir con sus dos hijos pequeños en casa de la madre. Los 100 euros que ganan de vez en cuando vendiendo desechos no le dan para más. En cualquier esquina se puede vivir. Una familia rumana con cinco miembros paga 240 euros "a un patrón" por un tugurio formado por cuatro puertas y unos cuantos materiales de deshecho.
Junto a los bloques de posguerra, se ven coches deportivos sin ruedas sujetos por un ladrillo, grupos de música como "La Palmilla", que ensayan en una garaje, locales abandonados de los que sale el reguero de una fosa séptica de un hedor inaguantable. "Aquí hemos mamado de mafia hasta los párpados... Hemos extorsionado y cobrado, traficado, yo fui sicario..." canta un vecino de la zona, que bien podría haber puesto letra de rap a su biografía. Y en este distrito también se juegan muchas partidas de parchís en la calle. Para paliar los lunes al sol, y los martes, y los miércoles.... José Antonio, "el Carpena", apura las horas antes de entrar en la cárcel de Alhaurín de la Torre.
Es uno de los cientos de "Farruquitos" anónimos que hay en nuestro país. "Iba sin carnet y sin seguro y atropellé a una niña. Creo que sólo le rompí el brazo. Pero me di a la fuga porque me iban a matar sus familiares". Fue en el 2000. Hace siete años. Hoy está rehabilitado. Pero la justicia solo sabe de leyes. Le espera un año de condena. "No se da cuenta de lo que deja aquí", confiesa entre lágrimas su mujer.
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