Sinopsis
“Y aquí estamos, refugiados en nuestro propio país”, dice Cicero a Pompeyo y a sus seguidores, mientras se asientan en su campamento provisional en el sur de Roma. “No somos refugiados”, responde Pompeyo con dureza, y explica su estrategia a sus hombres: “Sin oro, César tendrá que recurrir a la violencia, y una vez que la sangre empiece a correr, el pueblo querrá vengarse de él. Mientras él se dedica a enfrentarse a la multitud, yo estaré reuniendo un ejército como él nunca ha visto!”.
Evidentemente, aún está por resolver la incógnita de quién tiene el oro perdido. Quinto Pompeyo, que es como su padre pero con cara de ardilla, ha llegado de Brindisi para ayudar a encontrarlo. Además de haber conseguido sacarles la verdad a los traidores, le revela a su padre la información que tanto ha esperado: el tesoro no ha caído en manos de César. Éste ya ha vuelto a la ciudad y ha asumido el mando, estableciendo la ley marcial para controlar la anarquía que ha dejado su rival. Su primera misión es ganarse el apoyo de los sacerdotes y pide que los augurios sean interpretados de tal manera que el pueblo de Roma entienda que los dioses están de su parte.
A pesar de la tranquilidad que se respira en la ciudad, Lucio Voreno está ansioso por empezar una nueva vida como comerciante, y organiza una fiesta para conseguir socios. Pretende importar bienes desde La Galia (esclavos, trufas y vino) y para ello debe hacer migas con los hombres de negocios del lugar. Mientras se prepara para recibir a sus invitados, Marco Antonio aparece sin avisar para hacerle entender a Voreno lo que supone dejar el ejército de César. “¡No soy un desertor! ¡He cumplido mi condena!”, insiste Voreno. “Una vez pasado el Rubicón, los romanos son ciudadanos, no soldados. Legalmente, no podría haber hecho otra cosa”. “Eres tan estúpido como un sacerdote cegado por su capucha ”, le dice Marco Antonio, y poco después le hace una oferta: Si Voreno vuelve a la Decimotercera, será ascendido a prefecto de primer grado y compensado con una importante bonificación. Pero Lucio rechaza la oferta.
En la ciudad, Atia prepara la cena de bienvenida de César, todo un honor para ella. Está preocupada porque dice que su hijo Octavio tiene el alma “claramente femenina”, además de una evidente falta de interés por el sexo. “Cuando mi abuelo tenía tu edad, ninguna niña esclava estaba a salvo”, alardea ella, y le obliga a comer testículos de cabra para potenciar su virilidad.
En la fiesta de Voreno aparece la hermana de Niobe, Lyde, que llega con Evander, el carnicero, el amante de Niobe y padre de su hijo pequeño. “Este es mi marido, Evander Pulchio”, dice Lyde, mientras presenta a su nervioso esposo a Lucio. Mientras van llegando el resto de los invitados, Voreno intenta, de forma torpe, dar un pequeño discurso, mientras el pequeño Lucio llora en brazos de Lyde. Evander no puede resistirse y coge al niño ante la mirada nerviosa de Niobe. Lyde termina su copa de vino y se pone a bailar con un joven; Niobe le pide al carnicero que se la lleve de la fiesta, temerosa de que se vaya de la lengua y ella monta una escena.
Mientras, en casa de Atia, César ha recibido calurosamente a sus invitados, asegurándose de no darles razones para que se arrepientan de ser amigos suyos. Atia es el centro de atención, pero la presencia de Servilia le preocupa: no quiere que nada ni nadie se interponga entre ella y su poderoso tío. En cambio, la esposa de César, Calpurnia, no parece preocuparle tanto. Es una mujer distante y formal, que cumple su papel de esposa digna y majestuosa.
César, siguiendo con su objetivo de ganarse a los sacerdotes, le ofrecen al jefe Augur una cuantiosa suma de dinero como “regalo de cumpleaños” para su extravagante esposa. “Estará bajo tu tutela”, le agradece el sacerdote. “Pensar bien de mí será su única obligación”, responde César.
Estando en su casa, Voreno recibe una visita sorpresa. Esta vez es Quinto, el hijo de Pompeyo, con sus hombres, en busca del tesoro. Les asegura que él no sabe nada, pero ellos le atacan. La pelea es interrumpida por una escandalosa multitud a las puertas de la casa de Voreno. Llevan a un hombre que arroja monedas a los mendigos de la calle. Se trata de Pullo. cuando éste entra en casa de Lucio los hombres de Quinto se abalanzan sobre él, pero Pullo arroja la bolsa llena de oro al aire, y los hombres de Quinto se apresuran a recoger las monedas. Tras vencer a Quinto y a sus hombres, Pullo trama un plan para escaparse con el dinero a España. Voreno no se quedará con él: “Al amanecer todos sabrán lo que has hecho y dónde estás… Mi casa ha sido invadida y casi matan a mi mujer por tu culpa”. Con estas palabras, Voreno convence a Pullo para que entregue el oro a César.
Quinto regresa junto a su padre con una propuesta de tregua, a pesar del recelo de Marco Antonio y el joven Octavio, que sospecha que esa tregua separará a Pompeyo de sus hombres. Esta interpretación agrada a César, pero cuando se dispone a explicar su estrategia, sufre un ataque de epilepsia. Posca y Octavio, aterrorizados, intentan calmarlo y lo esconden hasta que se le pasa el ataque. Cuando César se recupera, aturdido, envía a Calpurnia a casa y se va directo a la habitación de Servilia.
Fuera de la ciudad, Pompeyo, una vez leída la propuesta de tregua de César, arruga el papel y no les dice nada a sus hombres. Cuando éstos se enteran de lo que César le ha propuesto (inmunidad legal, desarme de ambos bandos), Cicero, Scipio y Bruto le piden a Pompeyo que reconsidere la oferta. “¿Creéis que debo desarmarme? ¡Yo soy cónsul de Roma y él, un criminal!” Una vez en Roma, Pullo vuelve a casa de Voreno con el oro de César, pero allí se encuentra a Niobe y Evander, que están teniendo una conversación sospechosa. Mientras, Voreno está en alguna parte, postrándose ante el santuario de Jano y suplicándole perdón.